viernes, 10 de marzo de 2017

La bañera roja o el último inquilino

    Ya desde pequeño tuve inclinación hacia las cosas viejas. Cuando mi abuelo me llevaba al rastro los domingos me encantaba revolver aquellos montones de chatarra oxidada y sucia, tornillos, clavos, herramientas y tenedores y cucharas. Mirar una por una aquellas manoseadas fotografías y entre los dos fantasear la historia de aquellas personas que encaraban a la cámara con mirada adusta y sombría.  Me encantaban los puestos de sellos y monedas porque mi abuelo siempre me compraba o uno  u otra. Recuerdo un señor que vendía unos extraños pitillos “cigarrillos especiales JM”. Más adelante supe que eran sencillos porros de hachís y que ese era el motivo por el que mi abuelo tiraba de mí cuando pasábamos por delante de JM. Eran los años de la recién recobrada democracia y todo estaba lleno de pasquines de la CNT, del PCE, del PSP y eran pasquines mágicos porque cada vez que nos cruzábamos con alguna mesa llena de ellos o alguien intentaba vendernos uno, mi abuelo, a pesar de no comprar ninguno, sonreía con una cara de satisfacción que yo no comprendí hasta unos años más tarde.
    Aquellos soportales de la plaza mayor eran el paraíso los domingos por la mañana. Ahora el rastro está en un sitio sin encanto y la chatarra también ha perdido el imán. Pocas cosas me sorprenden ahora, algún libro, algún instrumento antiguo y poco más por eso cuando vi la magnífica bañera de mármol rojo...
   Es increíble la habilidad que tienen algunas personas para determinadas cosas. Aun no sé cómo se arreglaron para mover aquella piedra hueca que pesaría por lo menos trescientos o cuatrocientos kilos. El caso es que me la llevaron a casa y me la dejaron en el jardín. Me recordaba enormemente un sarcófago que vi en los museos vaticanos la primera vez que estuve en Roma así que me puse a buscar en internet. Le saqué  fotos por todos los ángulos, estudié el veteado y el color del mármol, la forma, las curvas, incluso investigué los sistemas de tallado.
    He de reconocer que estuve entretenido unos cuantos años. Fue un trabajo arduo y en ocasiones extenuante. Viajé por numerosos países de Europa y Medio Oriente, me entrevisté con historiadores, con profesores de arte, con artesanos, incluso con buscadores de tesoros.

    Ahora estoy aquí sumergido en agua tibia, fumando un cigarrillo especial JM y entremezclo los recuerdos, mi abuelo, el mármol rojo de las canteras de Mesina, las monedas de Alfonso XII, todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso de fluido desalojado, los sellos de Franco de 25 céntimos, Arquímedes en Siracusa, las quinientas burras de Popea Sabina y su leche blanqueadora, los tornillos herrumbrosos, el sarcófago de la mujer de Nerón, la más bella de su época, en 1770 José Benedicto Augusto de Austria envía a Luis XVI como regalos nupciales una serie de reliquias históricas, Tierno Galván, Charlotte Corday, 1793 con un cuchillo recién comprado engrandeció la figura de Marat que solo intentaba aliviar sus picores en agua caliente, unos años después Paulina, la hermanísima del emperador, regresa de su estancia en la Española y encuentra un regalo rojo y brillante, la FAI, más leche de burra, ingentes cantidades de leche de burra, olvido, misterio, Paris un   3 de julio de 1971 Pamela encuentra a Mr. Morrison muerto tras un viaje lisérgico, otro JM, más misterio, los rumanos del rastro y ya se me va nublando la vista, estoy muy cansado, me resisto a cerrar los ojos, sé que no los volveré a abrir, este es mi último baño, mi abuelo me hace señas, me espera con la mano tendida al final del túnel está acompañado por Arquímedes, por la bella Popea, también está Paulina la promiscua y el jacobita Marat mientras Jim toca la guitarra y canta el blues de la posada.

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