lunes, 28 de abril de 2014

L'afilaor

    Nel llargu percorríu nel que se convirtió la mio vida, nun atopo biligueres que m'obliguen a tornar sobre los mios pasos. Tampoco nada m'impulsa a siguir viviendo. Toi fartu. Solo hai una cosa insignificante qu'entá m'anima a alendar, la mio colección de llibros llatentes.
    Tenía cuatro año cuando'l mio güelu, que siempre me facía rebelgos, escaeciose de mi naquella vieya llibrería enfrente de la escalera 13. Yo solo conocía dalguna combinación de lletres pero albidré que naquellos montones de llibros, yo yera bien pequenu y les estanteríes bien altes, atoparía daqué que m’abriera los güeyos. A esta conclusión llegué dempués d'unos cuantos años porque nel episodiu del olvidu, a mi na más pruyíame llorar y dar pataes a aquella señora de moñu altu y llabios bien colloraos que me tenía coyíu pola manga del abrigu ensin saber que facer conmigo.
    Cuando se fai unu mayor, n'ocasiones, pierde la inocencia. El mio güelu nun s'escaeciera de mi, que va, a cencielles taba na trastienda cola dueña de la llibrería y non precisamente güeyando llibros. Acabaron compartiendo la soledá de les sos vides y yo esfrutando d'aquel enorme bagul llenu llibros. Tolos díes, dempués del colexu merendaba col mio güelu vieyu y la mio güela nueva, sentáu nuna banquetuca, nun me dexaben moveme hasta acabar el bocadillu y llaváu les manos.
De primeres buscaba cuentos, dempués aventures, más tarde lliteratura seria y cuando por fin fíceme cargu de la xestión del negociu, solu filosofía.  Yá nun m'importaba merendar colos llibros. Yeren vieyos y un llurdiu más nun afectaba'l so valor nin económicu nin espiritual. Nesa dómina filosófica empezó'l mio argayu mental, quiciabes pola ausencia de sol o d'aire respirable o quiciabes pola gran cantidá de polvu o pol aislamientu, non lo se.

    Yá suena otra vegada, paez que va llover.

viernes, 11 de abril de 2014

ESTRAÑA SORRISA, los relatos del "Skanda 18"

Esta sorrisa tien daqué llóbregu que produz respigos. Nun ye chanza, vi felechos revolvese na tierra y vi millones de pelos d'ortiga arizaos como escayos d’oriciu. Delantre mio cayeron páxaros del cielu abrasaos ensin motivu aparente y a los pexes del ríu dio-yos, de sópitu, por  flotar. Les piedres derritense y los homes lloren. Y tou por culpa, non de la sorrisa, sinón del so amu. L'amu de la sorrisa que vien ser lo mesmo que l'amu del calabozu pero ensin un ápice d'humanidá y munchos teras de malinidá.

     Cuando solo te importa el to, yá nun digamos bienestar, sinón el to megasuperbienestar, tienes que triyar munches almes pa conseguilo, nun tienen qu'importate los  métodos utilizaos nin los discursos remanaos y sobremanera, y esto ye lo más importante, tolos díes de la to vida tienes que practicar frente al espeyu, esa sorrisa tuya, tan característica. Si daquién intentara meter una mazana entera na to boca o ponete una corona  perexil, resabia.


miércoles, 9 de abril de 2014

Los relatos del "SKANDA 18", Na mio barca

Na mio barca

Llegando al término, a punto de cruzar la meta de mi camino vital, me siento en mi viejo escritorio de castaño, acaricio mis lápices, visito los lugares olvidados y como si fueran resina, se anudan en mi aliento y se disponen en perfecto orden, a mudarse en radiantes surcos de grafito.

Estos recuerdos acuclillados tras los pilares de mi encéfalo abotargado, contertulios furtivos de mis sueños, están pujando por emerger, ansían ver la luz de nuevo y en un tris virtual de claridad etérea, perfilarse en el papel con trazos otoñales.

Los años cobijan certidumbres saladas, de desconsuelo o de júbilo, pero siempre saladas. El sal lo impregna todo, aire, arena, agua, hasta el canto de las sirenas es salado, el nácar de las caracolas, los recuerdos olvidados…


Mis huesos enmohecidos ya no bogan en línea recta, hace años que voy haciendo eses sorteando tempestades y calmas. La llama, húmeda desde hace tiempo, se extingue y mi barca encalla en la fría arena del norte para no volver a navegar jamás.


lunes, 7 de abril de 2014

Llume, los relatos de "Skanda 18"

Llume

Los soportales, el calor y la luz.

El jilguero de máscara roja trinaba en la jaula. La sombra de los barrotes mecida por la brisa del atardecer, reflejaba un extraño efecto en la pared del soportal. En verano el tío Gervasio siempre sacaba por las tardes, literalmente, a su querido pajarito. Los niños del barrio le silbaban y le hacían gansadas de la que iban a comprar gominolas o flashes helados. Otra fuente de ingresos importante para el kiosco eran las pipas. Las había con sal, sin sal y de calabaza. Nada de las guarrerías que hay ahora, barbacoa, tex mex, sabores de la India… La vida era entonces mucho más sencilla. El bonito en lata podía ser en aceite o en escabeche. Hoy puede ser en aceite vegetal, de oliva, de oliva virgen, al natural, marroquí, chileno e incluso chino. Dicen que también lo hay nacional.
En los soportales había varios negocios, el kiosco de Tiquio donde igual comprabas una cuerda de saltar, un periódico con su gordo dominical, una palmera o una cajetilla de Craven A. Pegada estaba la mercería de doña Rosa que decoraba el pequeño escaparate con enormes sujetadores y fajas de color carne. También pantys de lycra y un cartel que informaba con letra cuidadosa: “Se cogen puntos”. Doña Rosa era una señora muy gorda que siempre olía a vainilla y se decía que era amante de don Pancracio, el cura de la parroquia de las gaviotas.
Seguido a la mercería estaba el portal número diecinueve y a continuación el negocio del tío Gervasio. Una estrecha, oscura y larga librería de lo viejo. En primavera siempre corría con un periódico doblado detrás de las pequeñas polillas voladoras. Casi nunca acertaba por eso todos los libros estaban llenos de autopistas al infierno. El tío Gervasio en realidad no tenía sobrinos de sangre pero todos los niños y niñas le llamábamos tío G. Vender no vendía mucho pero se pasaba las tardes leyendo cuentos sentado en un pequeño taburete rodeado por un enjambre de juventud que escuchaba y soñaba con dragones, espadas, bosques encantados, viajes a la luna o al centro de la tierra, enormes ballenas y leones del África. Como buen republicano huía siempre de princesas y reinos encantados. En la tele solo había dos canales y el UHF se veía fatal. Los niños vivíamos en la calle, nos manchábamos las manos y rompíamos los pantalones. Jugábamos con nuestros amigos, nos pegábamos con ellos y luego nos abrazábamos. Contacto físico directo. El wassap vino luego. Todos éramos ávidos escuchadores del tío G.
Siguiendo el soportal en dirección a la playa, había una tienda de aperos de pesca. Cañas de bambú de tres tramos, carretes ruidosos, sedales, anzuelos enormes y hasta redes. El dueño era un señor con muy malas pulgas. Tenía una pierna de madera como la de John Silver el largo y una sirena tatuada en el brazo izquierdo. Decían que la pierna se la había arrancado de un bocado un tiburón blanco en los mares del sur y que lo salvó de morir una sirena pelirroja con las tetas muy grandes. La del tatuaje. No se reía jamás.
Y detrás de los arpones el negocio estrella, la sala de juegos. Futbolines con jugadores de hierro en los que no se valía arrastrar. Los petacos modernos de a duro la partida y los viejos, un duro dos partidas. No tenían ni setas. La de baloncesto era la reina. También estaba la máquina de bolos en la que bajaba el duro rodando y dependiendo del bolo que tirara podían tocar hasta cien pesetas. La primera tragaperras para niños que no produjo ludopatía alguna. La escopeta de los patos fija en un eje disparando a un espejo y la que más ruido hacía, la de discos. Nadie sabía como se llamaba el jefe, era simplemente “Jefe”. Vendía cigarrillos sueltos y si le caías bien hasta te daba un fortuna de vez en cuando.
Pasado el portal veintiuno  estaba el SPAR donde guardaban las galletas de María en unas latas cuadradas y vendían escobas de palo rosa que barrían solas. La señora rubia de la caja escondía los billetes verdes debajo de los cajetines de las monedas y nunca estaba despeinada. Su marido despachaba los melocotones en bolsas de papel y las cerraba con orejitas. El día de su cumpleaños nos invitaba a todos a merendar bocadillos de foie gras con Kas-Kola.
Y acabando los soportales haciendo esquina estaba la bodega de Alejandro, un señor de León que traía el vino de Rueda y de Valdevimbre en unos toneles enormes. Los abuelos estrellaban las fichas de domino contra el mármol. Los niños nos reíamos cuando cantaban el pito doble mientras los padres se emborrachaban al salir del astillero. Los domingos había mejillones y calamares fritos y Kas de naranja y patatas aceitosas y aceitunas y zapatos nuevos que apretaban y hacían daño.
De todo eso, hoy solo quedan los portales diecinueve y veintiuno y un disco bar caribeño en el que todos los fines de semana hay puñaladas.

Añoro al jilguero de máscara roja y el calor de la cocina de carbón.


martes, 1 de abril de 2014

Skanda, los relatos del "18"

Skanda

En tiempos inmemoriales una serie de demonios revoltosos y un poco siniestros acorralaron a unos cuantos dioses y los pusieron en un aprieto. Descubrieron muchos secretos y amenazaron con contar las verdades al dios grande, a Shiva. Estos demonios eran Shurapadma, representando el ego, Simhamukha representante de  la ira y Taraka representando la ilusión. Los dioses, que no tenían un pelo de tontos, convencieron a su jefe mediante ladinos ardides de la necesidad de acabar con estos demonios. Shiva, que si tenía varios pelos de tonto, cayó en la mentira y esparció su semilla desde su tercer ojo abrasando a su paso al dios del fuego, Agni, y a la diosa divina, Ganga. Con este esparcimiento espermatozoidal se engendraron seis hijos que se hicieron uno, eso si, con seis caras y doce brazos. Nació de esta manera el dios de la guerra, el comandante en jefe de los ejércitos celestiales que montado en un pavo real y dotado de las armas más mortíferas y eficientes, acabó sin problemas con los demonios chantajeadores. Y su fama fue tal, que otros dioses empezaron a precisar sus servicios. Decían que era tan eficiente porque al ser célibe, encauzaba toda su energía sexual hacia una meta espiritual.
El primer dios en solicitar su buen hacer fue Buda que tenía un pequeño problema con unos chinos que no le dejaban en paz, y allá fue nuestro querido Skanda a lomos de su brioso y colorido corcel a poner paz en el Himalaya. Le siguieron otros dioses, muchos, de todos los colores e ideologías. A todos colmo de alegrías al realizar sus encargos con presteza, premura y mucha eficacia, hasta que cierto día un tal Jesús, dios de los cristianos, le encargó una misión, en principio sencilla. En las lejanas Asturias había una molinera que fornicaba con todo hijo de vecino, igual hombres casados, que mozos solteros, que mujeres licenciosas, frailes, trasgos, diaños y lo que hiciera falta. Skanda, como no podía ser menos aceptó la misión y se presentó un día soleado a la molinera.
-        Hola mujer, soy el dios Skanda y vengo a terminar con tus pecados.
-        ¿Cómo dices que te llamas?
-        Skanda- dijo el dios solemnemente
Y antes de que nuestro dios guerrero se diera cuenta, tenía un chorizo metido en el culo y se asaba lentamente en el horno de la molinera.

El pavo tampoco escapó al relleno.