Llume
Los
soportales, el calor y la luz.
El
jilguero de máscara roja trinaba en la jaula. La sombra de los barrotes mecida
por la brisa del atardecer, reflejaba un extraño efecto en la pared del
soportal. En verano el tío Gervasio siempre sacaba por las tardes, literalmente,
a su querido pajarito. Los niños del barrio le silbaban y le hacían gansadas de
la que iban a comprar gominolas o flashes helados. Otra fuente de ingresos
importante para el kiosco eran las pipas. Las había con sal, sin sal y de
calabaza. Nada de las guarrerías que hay ahora, barbacoa, tex mex, sabores de
la India… La vida era entonces mucho más sencilla. El bonito en lata podía ser
en aceite o en escabeche. Hoy puede ser en aceite vegetal, de oliva, de oliva
virgen, al natural, marroquí, chileno e incluso chino. Dicen que también lo hay
nacional.
En
los soportales había varios negocios, el kiosco de Tiquio donde igual comprabas
una cuerda de saltar, un periódico con su gordo dominical, una palmera o una
cajetilla de Craven A. Pegada estaba la mercería de doña Rosa que decoraba el
pequeño escaparate con enormes sujetadores y fajas de color carne. También
pantys de lycra y un cartel que informaba con letra cuidadosa: “Se
cogen puntos”. Doña Rosa era una señora muy gorda que siempre olía a
vainilla y se decía que era amante de don Pancracio, el cura de la parroquia de
las gaviotas.
Seguido
a la mercería estaba el portal número diecinueve y a continuación el negocio
del tío Gervasio. Una estrecha, oscura y larga librería de lo viejo. En
primavera siempre corría con un periódico doblado detrás de las pequeñas
polillas voladoras. Casi nunca acertaba por eso todos los libros estaban llenos
de autopistas al infierno. El tío Gervasio en realidad no tenía sobrinos de
sangre pero todos los niños y niñas le llamábamos tío G. Vender no vendía mucho
pero se pasaba las tardes leyendo cuentos sentado en un pequeño taburete
rodeado por un enjambre de juventud que escuchaba y soñaba con dragones,
espadas, bosques encantados, viajes a la luna o al centro de la tierra, enormes
ballenas y leones del África. Como buen republicano huía siempre de princesas y
reinos encantados. En la tele solo había dos canales y el UHF se veía fatal.
Los niños vivíamos en la calle, nos manchábamos las manos y rompíamos los
pantalones. Jugábamos con nuestros amigos, nos pegábamos con ellos y luego nos
abrazábamos. Contacto físico directo. El wassap vino luego. Todos éramos ávidos
escuchadores del tío G.
Siguiendo
el soportal en dirección a la playa, había una tienda de aperos de pesca. Cañas
de bambú de tres tramos, carretes ruidosos, sedales, anzuelos enormes y hasta
redes. El dueño era un señor con muy malas pulgas. Tenía una pierna de madera
como la de John Silver el largo y una sirena tatuada en el brazo izquierdo.
Decían que la pierna se la había arrancado de un bocado un tiburón blanco en
los mares del sur y que lo salvó de morir una sirena pelirroja con las tetas
muy grandes. La del tatuaje. No se reía jamás.
Y
detrás de los arpones el negocio estrella, la sala de juegos. Futbolines con
jugadores de hierro en los que no se valía arrastrar. Los petacos modernos de a
duro la partida y los viejos, un duro dos partidas. No tenían ni setas. La de
baloncesto era la reina. También estaba la máquina de bolos en la que bajaba el
duro rodando y dependiendo del bolo que tirara podían tocar hasta cien pesetas.
La primera tragaperras para niños que no produjo ludopatía alguna. La escopeta
de los patos fija en un eje disparando a un espejo y la que más ruido hacía, la
de discos. Nadie sabía como se llamaba el jefe, era simplemente “Jefe”. Vendía
cigarrillos sueltos y si le caías bien hasta te daba un fortuna de vez en
cuando.
Pasado
el portal veintiuno estaba el SPAR donde
guardaban las galletas de María en unas latas cuadradas y vendían escobas de
palo rosa que barrían solas. La señora rubia de la caja escondía los billetes
verdes debajo de los cajetines de las monedas y nunca estaba despeinada. Su
marido despachaba los melocotones en bolsas de papel y las cerraba con
orejitas. El día de su cumpleaños nos invitaba a todos a merendar bocadillos de
foie gras con Kas-Kola.
Y
acabando los soportales haciendo esquina estaba la bodega de Alejandro, un
señor de León que traía el vino de Rueda y de Valdevimbre en unos toneles
enormes. Los abuelos estrellaban las fichas de domino contra el mármol. Los
niños nos reíamos cuando cantaban el pito doble mientras los padres se
emborrachaban al salir del astillero. Los domingos había mejillones y calamares
fritos y Kas de naranja y patatas aceitosas y aceitunas y zapatos nuevos que
apretaban y hacían daño.
De
todo eso, hoy solo quedan los portales diecinueve y veintiuno y un disco bar
caribeño en el que todos los fines de semana hay puñaladas.
Añoro
al jilguero de máscara roja y el calor de la cocina de carbón.