Silencio y soledad, aislamiento y sosiego,
intimidad, exclusión, destierro y melancolía, confinamiento, abandono,
liberación. Esto es lo que siento, cada cosa en su sitio y todas a la vez en un
crisol de álgida espuma.
Mis párpados sienten el ardor del sol, seguramente sea el comienzo de una tarde, la
última, que promete ser larga y hasta tediosa. Seguro que las motas de polvo
estarán brillando en los haces de luz que se cuelan por las celosías de la
balconada. Estarán bailando al son de cantares olvidados en los recovecos de
una memoria incierta y aplastada. Talmente percibo las sombras arabescas en la pared del
fondo, sobre el aparador de los platos de domingo, sobre el retrato que los
abuelos trajeron de Cuba. No siento ruidos. Ninguno. Ni pájaros ni campanas, ni
suspiros o llantos. Nada. Es raro. Es muy raro.
Este lecho duro confina mi cuerpo. No
puedo moverme. El traje me aprieta, la corbata me ahoga y todo junto agobia
pero a la vez libera. Es un sentimiento contradictorio y agotador. Ahora mismo
necesitaría un truco que me sacase de esta apatía pero creo que ni el mejor
prestidigitador del mundo conocido, lo conseguiría.
Pensándolo fríamente, no es apatía. No sé
lo que es. Es nuevo para mí y tarea ardua y espinosa el tratar de dilucidar, el
tratar de apartar los escollos para ver la meta. Me estoy agobiando. Esto es
muy estrecho, tanto que no puedo respirar. Una sacudida. Hace tiempo que no
respiro. Otra sacudida.
¿Qué pasa aquí? Noto un traqueteo pero no
oigo nada. Tampoco veo nada. Solo siento un calor asfixiante, abrumador,
opresivo, angustioso...
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