sábado, 17 de enero de 2015

El dedo de Dios


El dedo de Dios 

Cuando entré por primera vez en aquella angosta plaza porticada sentí un calor, una fuerza, una presencia de miles de almas y mirando hacia el cielo descubrí, que no todas las catedrales eran iguales. Esta se parecía a la nuestra pero era más negra y solo tenía una torre que parecía el dedo acusador de Dios echándonos la bronca. Mi padre me contó que cuando la estaban haciendo, hacía ya muchos años, se habían quedaron sin dinero para el meñique.
Cuando me contaba cosas curiosas siempre lo hacía atusándose el bigote y adoptando una pose de lo más académica, aunque la lección fuera banal:
-          Fíjate- me decía observando las mercaderías de los soportales- aquí a las galochas las llaman “madreñes”.
También me explicó que la razón de que las casas fueran tan estrechas, las llamaba “longueros”, era herencia del trazado medieval igual que ocurría en nuestra ciudad. Algunos solares eran muy largos, como el del socio de Papá, tan largos que hasta tenían una pequeña huerta en la parte trasera rodeada de tendederos.
En realidad se trataba de una manzana con trazado irregular y después de tantos años tengo el recuerdo de casas desvencijadas y muy sucias. También tengo la imagen grabada como si fuera una serie de fotogramas, de la catedral por partes. No se podía ver entera desde ningún sitio lo que te obligaba a buscar diferentes perspectivas. Era un juego muy entretenido.
Por aquella época se debatía en la ciudad la posibilidad de derruir la manzana entera. Los que querían hacer la plaza más grande, porque decían que aquella maraña de casas desmerecía tan noble entorno, eran los que a su vez, paseaban los domingos después de misa por los soportales con el cabello rebosante de gomina y con las camisas almidonadas.

Nunca supe de qué color era el cielo allí.