El dedo de Dios
Cuando entré por primera vez en aquella angosta plaza
porticada sentí un calor, una fuerza, una presencia de miles de almas y mirando
hacia el cielo descubrí, que no todas las catedrales eran iguales. Esta se
parecía a la nuestra pero era más negra y solo tenía una torre que parecía el
dedo acusador de Dios echándonos la bronca. Mi padre me contó que cuando la
estaban haciendo, hacía ya muchos años, se habían quedaron sin dinero para el
meñique.
Cuando me contaba cosas curiosas siempre lo hacía atusándose
el bigote y adoptando una pose de lo más académica, aunque la lección fuera
banal:
-
Fíjate-
me decía observando las mercaderías de los soportales- aquí a las galochas las
llaman “madreñes”.
También me explicó que la razón de que las casas fueran tan
estrechas, las llamaba “longueros”, era herencia del trazado medieval igual que
ocurría en nuestra ciudad. Algunos solares eran muy largos, como el del socio
de Papá, tan largos que hasta tenían una pequeña huerta en la parte trasera
rodeada de tendederos.
En realidad se trataba de una manzana con trazado irregular y
después de tantos años tengo el recuerdo de casas desvencijadas y muy sucias.
También tengo la imagen grabada como si fuera una serie de fotogramas, de la
catedral por partes. No se podía ver entera desde ningún sitio lo que te
obligaba a buscar diferentes perspectivas. Era un juego muy entretenido.
Por aquella época se debatía en la ciudad la posibilidad de
derruir la manzana entera. Los que querían hacer la plaza más grande, porque
decían que aquella maraña de casas desmerecía tan noble entorno, eran los que a
su vez, paseaban los domingos después de misa por los soportales con el cabello
rebosante de gomina y con las camisas almidonadas.
Nunca supe de qué color era el cielo allí.