miércoles, 27 de marzo de 2013

Lucy



     Todo empezó con una inocente, eso creía yo, invitación a merendar. Habíamos estado recogiendo setas por el pinar del río. Estaba preciosa con el pañuelo en la cabeza y aquel vestido de flores de otoño y la cestita de mimbre. Yo no tenía ni idea de micología así que me deje asesorar. Esta si, esta no, un roce de manos, un susurro agachados contemplando las lunares blancas de la muscaria, la brisa... Entonces sospeché que aquello  era el  amor o al menos algo parecido.
     Cuando llegué a su casa, me había asegurado que sus padres no volverían hasta tarde, me estaba esperando con una cerveza en la mano y una mirada reservada que no pude descifrar. Tuve que entrar por la puerta verde del jardín porque yo, solo yo, tenía más miedo que un bombón al sol.
     La mesa estaba dispuesta, la loza de los domingos y los cubiertos de plata del ajuar de su madre y en el centro una hermosa tortilla y una botella de vino abierta. Creo recordar que la tortilla estaba algo sosa y tenía un sabor terroso pero yo, ensimismado como estaba en aquella mirada, no dije ni mu y hasta repetí. Fue después del café y fumando por primera vez en mi vida un cigarrillo especial cuando de la pared del comedor empezó a despegarse el papel pintado, flotaba como una bandera al viento, ondulante...
     En un momento la habitación se lleno de seres sonrientes, seres desconocidos desbordantes de un optimismo abrasador, mi chica me cogía la mano y gesticulaba y movía mucho los labios  y yo la veía en el cielo rodeada de diamantes. Morrison asomado al balcón de una posada y Joe, con la pistola en la mano,  huyendo de la justicia montado en un unicornio del color del arcoíris mientras la policía intentaba bloquearlo  con guitarras llameantes. Las cascadas de chocolate de la factoría de Charlie sabían a vino y mi chica se reía en aquel despiporre y me besaba y yo la acariciaba y apareció Barbarella con un traje muy ceñido de astronauta y se unió a nosotros.
     Fue el inicio de mi era  Acuarius.


Machete y Cohiba



    
     Veintisiete horas de viaje, cinco más de esperas, cuatro transbordos para evitar dejar pistas y eso que la última vez, en Barcelona, dije que sería la última.
     Por fin llego a mi destino. Un taxi añejo como el ron y ligeramente descuajeringado como el entorno, me traslada hasta el hotel Havana  y este me traslada a su vez a una época anterior con aroma colonial. Primero me fijo en sus grandes ojos negros, después en el cartelito con su nombre prendado a al camisa, Odalys. La sonrisa de tonto no impide que suba en el ascensor canturreando una canción de Duncan Dhu. Hay que disfrutar de las cosas buenas de la vida pero lo primero es lo primero. Cierro el pestillo de la puerta, hago un exhaustivo reconocimiento en busca de cámaras o micrófonos. Del maletín de piel de cocodrilo extraigo un diminuto inhibidor de onda con forma de reloj despertador que coloco encima de la mesita, y los últimos juguetes de mis amigos chechenos, una insignia con la tau templaria que colocada en el ojal de la chaqueta hace que salga borroso en cualquier grabación o fotografía y haciendo juego un Zippo que además de dar una olorosa lumbre lleva incorporada una cámara digital de 20 megapixels que no se deja interferir por el pin. Coloco el resto de mi equipaje en un armario que podría ser perfectamente la puerta a la Narnia del caribe. En estos asuntos toda precaución es poca.
     Dispongo de unas horas antes de ir al grano a si que salgo al llameante exterior y mis pies se dirigen sin orden alguna hacia el malecón. Por muchas veces que venga a estos lugares, jamás me acostumbraré al binomio temperatura alta/ humedad desbocada.
   Muchos recuerdos de juventud durmientes se agolpan para salir, pero pudiendo disfrutar el presente, no merece la pena dejarlos, tengo que deleitarme con la “Bucanero” que enfría mi mano derecha  y el Cohiba que calienta mi mano izquierda. A mi alrededor todos los turistas se atiborran de mojitos y daiquiris a pesar de la hora tempranera. Es una actitud que no comparto ni entiendo, si en tu pueblo jamás se te ocurriría beber ron por la mañana ¿porqué aquí sí?  Me relajo y salgo al mercadillo, en un momento consigo el machete de los guajiros, la guayabera con ojal y el panamá. Ya tengo el equipo completo. Otra bucanero en la silla de Hemingway de nuevo rodeado de mojitos mañaneros y otra más antes de comer contemplando los ojos de Odalys. Ya tengo localizado el objetivo, un antro en pleno centro del barrio viejo. Parece mentira que a pesar de la fama mundial que tienen con su receta, a pesar de los miles de turistas que los visitan al año, no hayan ampliado  o al menos mejorado el local. Recuerdo perfectamente la primera vez que una muchacha cubana color toffee me llevó a conocer al compay Andrés. Entré en su bar con la guitarra en una mano y en la otra una manzana. Cantamos y compartimos la manzana debajo de un cuadro de “San Ché”. Yo que por aquel entonces creía que iba a ser músico, estaba en una nube de azúcar moreno. Después de “matusalearnos” sin piedad toda la noche, Andrés nos hizo el mejor daiquiri de plátano que había probado jamás, Bebo Valdés apareció por la puerta con Compay Segundo y detrás toda la Vieja Trova Santiaguera. Imposible la existencia de tanta felicidad junta. Cuando desperté ya bien avanzada la tarde, con la mente abotargada y la baba espesa pensé que todo había sido un sueño. Ella, el mejor caramelo de café con leche del mundo, me sacó de la duda. Era cierto, habíamos compartido con los músicos más famosos de la isla una noche llena de risas, de ron y de música y no tenía ni una solitaria foto que lo demostrara.
     El tiempo que compartí con aquella descendiente de un niño de la guerra fue el más creativo de mi corta vida como músico. Pero sin duda, mi obra maestra fue “Banana daiquiri”, una oda al maravilloso coctel que nos hacía Andrés. Después de unos años un famoso cantante catalán la hizo famosa en el mundo de habla hispana y al poco tiempo un escocés en el anglosajón. Desde entonces cobro mis buenos emolumentos como autor y dado mi despego innato a la vida social continuada, no volví a saber nada de Andrés, ni de su bar, ni del daiquiri, ni tan siquiera de mi caramelo... Hasta hace unos días.
     Después de una siesta reparadora bajo un mortecino ventilador de techo, me preparo para mi misión. Disimulo en mi espalda el machete, coloco la tau en el ojal superior de la guayabera, guardo el “camachero” en el bolsillo del pantalón, calo el panamá y antes de salir por la puerta observo a un señor de pelo canoso mirándome en el espejo. A penas se nota su pequeña joroba. Recorro las calles que me separan de mi objetivo con la intranquilidad que siempre sufro ante un eventual fracaso y en un tris llego al abarrotado bar de Andrés. En ningún momento pensé que pudiera seguir trabajando allí ni tan siquiera que estuviera vivo. Pues bien, me equivoqué. Con muchas arrugas más e igual de flaco, escoltado por dos hermosas valquirias, el negro Andrés tira sin consuelo de su partagás. A pesar de mi poco apego a los sentimentalismos noto que no puedo robar a un amigo. De esta manera doy por encauzado mi trabajo al fracaso aunque aquello suponga una perdida total de mi impoluta reputación. Será la primera vez que no realizo un encargo pero no me importa, por muchas guitarras que tenga colgadas de la pared el cliente se quedará sin la receta del mejor daiquiri de plátano del mundo.
     Andrés me mira a los ojos e inmediatamente gira hacia una vieja fotografía colgada en la pared en la que aparece un montón de gente debajo de un cuadro de Don Ernesto. Vuelve a mirar y me hace un gesto con la mano. Se acuerda de mí después de tanto tiempo. Me acerco y sin mudar el semblante me ofrece un largo cigarro que acepto. Al tocar con mis dedos el Zippo me remuerde la conciencia y disimuladamente lo dejo caer al suelo para evitar tentaciones. Aparta a las rubias con una mirada y nos fundimos en un abrazo. Es bonito sentirse querido a pesar de todo. Hablamos y bebemos, hablamos y comemos, hablamos y fumamos y bebemos otra vez pero yo no me atrevo a decirle la verdadera causa de mi visita. Se la digo y la sonrisa que aflora en su cara es totalmente sincera, se ríe, se ríe y yo me contagio y me río y los dos nos reímos hasta que nos duelen las quijadas. Cuando nos tranquilizamos un poco Andrés me dice que mi reputación va a quedar impoluta. El secreto de su famoso daiquiri no es otro que mi canción. Sin ella sería uno más, de hecho la receta la sacaron de un libro publicado antes de la revolución que se titulaba “Los 50 mejores cóteles con ron”. Tengo permiso para vender la receta, cobrar mi buena soldada y mantener tranquila mi alma.
     Ensimismado en el propicio desenlace noto un revuelo a mí alrededor. Por el rabillo del ojo veo que me rodean. Valdés y los supervivientes de la vieja trova santiaguera. Los ojos se me llenan de lágrimas, me asombro de nuevo, hace muchos años que no lloro.
Abrazos y risas y recuerdos solo buenos. Mucho ron a la salud del Compay Segundo y muchas fotos para el recuerdo. Esta vez puedo demostrarlo.
     Se acaba la noche, llega el alba y lo único que me faltaba para redondear un día mágico está esperándome en el hall del hotel. Odalys y sus hermosos tobillos. Subimos a la habitación y entre arrumacos me pregunta si el pin que traigo en la chaqueta significa algo. Maldigo para mis adentros y le respondo que si, es un borrarecuerdos.