Veintisiete horas de viaje, cinco más de
esperas, cuatro transbordos para evitar dejar pistas y eso que la última vez,
en Barcelona, dije que sería la última.
Por fin llego a mi destino. Un taxi añejo
como el ron y ligeramente descuajeringado como el entorno, me traslada hasta el
hotel Havana y este me traslada a su vez
a una época anterior con aroma colonial. Primero me fijo en sus grandes ojos
negros, después en el cartelito con su nombre prendado a al camisa, Odalys. La sonrisa
de tonto no impide que suba en el ascensor canturreando una canción de Duncan
Dhu. Hay que disfrutar de las cosas buenas de la vida pero lo primero es lo
primero. Cierro el pestillo de la puerta, hago un exhaustivo reconocimiento en
busca de cámaras o micrófonos. Del maletín de piel de cocodrilo extraigo un
diminuto inhibidor de onda con forma de reloj despertador que coloco encima de
la mesita, y los últimos juguetes de mis amigos chechenos, una insignia con la
tau templaria que colocada en el ojal de la chaqueta hace que salga borroso en
cualquier grabación o fotografía y haciendo juego un Zippo que además de dar
una olorosa lumbre lleva incorporada una cámara digital de 20 megapixels que no
se deja interferir por el pin. Coloco el resto de mi equipaje en un armario que
podría ser perfectamente la puerta a la Narnia del caribe. En estos asuntos
toda precaución es poca.
Dispongo de unas horas antes de ir al
grano a si que salgo al llameante exterior y mis pies se dirigen sin orden
alguna hacia el malecón. Por muchas veces que venga a estos lugares, jamás me
acostumbraré al binomio temperatura alta/ humedad desbocada.
Muchos recuerdos de juventud durmientes se agolpan para salir, pero
pudiendo disfrutar el presente, no merece la pena dejarlos, tengo que deleitarme
con la “Bucanero” que enfría mi mano derecha
y el Cohiba que calienta mi mano izquierda. A mi alrededor todos los
turistas se atiborran de mojitos y daiquiris a pesar de la hora tempranera. Es
una actitud que no comparto ni entiendo, si en tu pueblo jamás se te ocurriría
beber ron por la mañana ¿porqué aquí sí?
Me relajo y salgo al mercadillo, en un momento consigo el machete de los
guajiros, la guayabera con ojal y el panamá. Ya tengo el equipo completo. Otra
bucanero en la silla de Hemingway de nuevo rodeado de mojitos mañaneros y otra
más antes de comer contemplando los ojos de Odalys. Ya tengo localizado el
objetivo, un antro en pleno centro del barrio viejo. Parece mentira que a pesar
de la fama mundial que tienen con su receta, a pesar de los miles de turistas
que los visitan al año, no hayan ampliado
o al menos mejorado el local. Recuerdo perfectamente la primera vez que
una muchacha cubana color toffee me llevó a conocer al compay Andrés. Entré en
su bar con la guitarra en una mano y en la otra una manzana. Cantamos y
compartimos la manzana debajo de un cuadro de “San Ché”. Yo que por aquel
entonces creía que iba a ser músico, estaba en una nube de azúcar moreno.
Después de “matusalearnos” sin piedad toda la noche, Andrés nos hizo el mejor
daiquiri de plátano que había probado jamás, Bebo Valdés apareció por la puerta
con Compay Segundo y detrás toda la Vieja Trova Santiaguera. Imposible la
existencia de tanta felicidad junta. Cuando desperté ya bien avanzada la tarde,
con la mente abotargada y la baba espesa pensé que todo había sido un sueño.
Ella, el mejor caramelo de café con leche del mundo, me sacó de la duda. Era
cierto, habíamos compartido con los músicos más famosos de la isla una noche
llena de risas, de ron y de música y no tenía ni una solitaria foto que lo
demostrara.
El tiempo que compartí con aquella
descendiente de un niño de la guerra fue el más creativo de mi corta vida como
músico. Pero sin duda, mi obra maestra fue “Banana daiquiri”, una oda al
maravilloso coctel que nos hacía Andrés. Después de unos años un famoso
cantante catalán la hizo famosa en el mundo de habla hispana y al poco tiempo
un escocés en el anglosajón. Desde entonces cobro mis buenos emolumentos como
autor y dado mi despego innato a la vida social continuada, no volví a saber
nada de Andrés, ni de su bar, ni del daiquiri, ni tan siquiera de mi
caramelo... Hasta hace unos días.
Después de una siesta reparadora bajo un
mortecino ventilador de techo, me preparo para mi misión. Disimulo en mi
espalda el machete, coloco la tau en el ojal superior de la guayabera, guardo
el “camachero” en el bolsillo del pantalón, calo el panamá y antes de salir por
la puerta observo a un señor de pelo canoso mirándome en el espejo. A penas se nota
su pequeña joroba. Recorro las calles que me separan de mi objetivo con la
intranquilidad que siempre sufro ante un eventual fracaso y en un tris llego al
abarrotado bar de Andrés. En ningún momento pensé que pudiera seguir trabajando
allí ni tan siquiera que estuviera vivo. Pues bien, me equivoqué. Con muchas
arrugas más e igual de flaco, escoltado por dos hermosas valquirias, el negro
Andrés tira sin consuelo de su partagás. A pesar de mi poco apego a los
sentimentalismos noto que no puedo robar a un amigo. De esta manera doy por
encauzado mi trabajo al fracaso aunque aquello suponga una perdida total de mi
impoluta reputación. Será la primera vez que no realizo un encargo pero no me
importa, por muchas guitarras que tenga colgadas de la pared el cliente se quedará
sin la receta del mejor daiquiri de plátano del mundo.
Andrés me mira a los ojos e inmediatamente
gira hacia una vieja fotografía colgada en la pared en la que aparece un montón
de gente debajo de un cuadro de Don Ernesto. Vuelve a mirar y me hace un gesto
con la mano. Se acuerda de mí después de tanto tiempo. Me acerco y sin mudar el
semblante me ofrece un largo cigarro que acepto. Al tocar con mis dedos el
Zippo me remuerde la conciencia y disimuladamente lo dejo caer al suelo para
evitar tentaciones. Aparta a las rubias con una mirada y nos fundimos en un
abrazo. Es bonito sentirse querido a pesar de todo. Hablamos y bebemos,
hablamos y comemos, hablamos y fumamos y bebemos otra vez pero yo no me atrevo
a decirle la verdadera causa de mi visita. Se la digo y la sonrisa que aflora
en su cara es totalmente sincera, se ríe, se ríe y yo me contagio y me río y
los dos nos reímos hasta que nos duelen las quijadas. Cuando nos tranquilizamos
un poco Andrés me dice que mi reputación va a quedar impoluta. El secreto de su
famoso daiquiri no es otro que mi canción. Sin ella sería uno más, de hecho la
receta la sacaron de un libro publicado antes de la revolución que se titulaba
“Los 50 mejores cóteles con ron”. Tengo permiso para vender la receta, cobrar
mi buena soldada y mantener tranquila mi alma.
Ensimismado en el propicio desenlace noto
un revuelo a mí alrededor. Por el rabillo del ojo veo que me rodean. Valdés y
los supervivientes de la vieja trova santiaguera. Los ojos se me llenan de
lágrimas, me asombro de nuevo, hace muchos años que no lloro.
Abrazos y risas y recuerdos solo
buenos. Mucho ron a la salud del Compay Segundo y muchas fotos para el
recuerdo. Esta vez puedo demostrarlo.
Se acaba la noche, llega el alba y lo
único que me faltaba para redondear un día mágico está esperándome en el hall
del hotel. Odalys y sus hermosos tobillos. Subimos a la habitación y entre
arrumacos me pregunta si el pin que traigo en la chaqueta significa algo.
Maldigo para mis adentros y le respondo que si, es un borrarecuerdos.