Todo empezó con una inocente, eso creía
yo, invitación a merendar. Habíamos estado recogiendo setas por el pinar del
río. Estaba preciosa con el pañuelo en la cabeza y aquel vestido de flores de
otoño y la cestita de mimbre. Yo no tenía ni idea de micología así que me deje
asesorar. Esta si, esta no, un roce de manos, un susurro agachados contemplando
las lunares blancas de la muscaria, la brisa... Entonces sospeché que
aquello era el amor o al menos algo parecido.
Cuando llegué a su casa, me había
asegurado que sus padres no volverían hasta tarde, me estaba esperando con una
cerveza en la mano y una mirada reservada que no pude descifrar. Tuve que
entrar por la puerta verde del jardín porque yo, solo yo, tenía más miedo que
un bombón al sol.
La mesa estaba dispuesta, la loza de los
domingos y los cubiertos de plata del ajuar de su madre y en el centro una hermosa
tortilla y una botella de vino abierta. Creo recordar que la tortilla estaba
algo sosa y tenía un sabor terroso pero yo, ensimismado como estaba en aquella
mirada, no dije ni mu y hasta repetí. Fue después del café y fumando por
primera vez en mi vida un cigarrillo especial cuando de la pared del comedor
empezó a despegarse el papel pintado, flotaba como una bandera al viento,
ondulante...
En un momento la habitación se lleno de
seres sonrientes, seres desconocidos desbordantes de un optimismo abrasador, mi
chica me cogía la mano y gesticulaba y movía mucho los labios y yo la veía en el cielo rodeada de diamantes.
Morrison asomado al balcón de una posada y Joe, con la pistola en la mano, huyendo de la justicia montado
en un unicornio del color del arcoíris mientras la policía intentaba
bloquearlo con guitarras llameantes. Las
cascadas de chocolate de la factoría de Charlie sabían a vino y mi chica se
reía en aquel despiporre y me besaba y yo la acariciaba y apareció Barbarella
con un traje muy ceñido de astronauta y se unió a nosotros.
Fue el inicio de mi era Acuarius.
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