Hubo una época en que sentía
miedo del mar, pero solo de noche. También sentía miedo al vino pero solo a la
hora de comer. Tenía miedo a los dobermans solo si estaba sobrio, a los rayos
si no tenía una iglesia cerca, a mis amigos zombis cuando andaban de la mano del
mono, a que me dijeran que no en lo lento… Ahora ya no tengo miedo a los
dobermans, están pasados de moda, al vino bueno, al anochecer a la orilla del
mar contemplando esas enormes tormentas eléctricas sobre la raya, es una
delicia, ya no hay lento y los zombis están todos muertos. Todo está más
arrugado ahora.
martes, 15 de octubre de 2013
lunes, 27 de mayo de 2013
Una piedra en el camino...
Antes de contaros la historia de la piedra, os
pondré un poco al día con mi entorno. Nací en la península Ibérica hace un
indeterminado número de años, pongamos en torno al ½ siglo. Siempre me gustaron
las motos y el Rock por lo que mi juventud fue plena de rutas, de juergas, de
conciertos y de mujeres, hasta que hace unos años encontré a mi media naranja.
Cuando conocí a su padre no le causé muy buena impresión, tenía el pelo
demasiado largo, millones de mosquitos en el cuero y las botas demasiado
viejas, cuando yo estaba delante me
trataba muy normal pero a solas se imaginaba un chico más formal, y a su
madre más de lo mismo, me miraba mal,
¿quién es el chico tan raro con el que vas?....
Como casi siempre las apariencias engañan. Mi
suegro estaba a la defensiva, ningún padre quiere ver a su hija con un maromo
grande y peludo. Noté que no quitaba ojo a mi casco integral, normal, ningún
padre quiere ver a su hija de paquete en un pepino a 200 km por hora. Le pregunté
si le gustaban las motos y él sin apartar la mirada de mi flamante casco y con
una cara de mala hostia que ni os imagináis dijo:
-¿Qué moto montas?
El hombre estaba haciéndomelo pasar mal, estaba
empezando a sudar, bajé la cremallera de la chupa y cuando asomó el águila de
mi camiseta su semblante cambió de repente. - Vamos chico ¿qué moto tienes?
- Una vieja Guzzi señor.
Estaba acojonándome…¿dónde me metí yo? El padre de
la novia tenía los ojos encendidos de sangre, hasta le salía una espesa espuma
por la boca, me cogió por los hombros y apremiándome volvió a preguntar lo
mismo:
- ¿Qué moto tienes chaval?
Esta vez le contesté con pelos y señales: una
Guzzi 850 GT California del 72. Cuando me oyó decir aquello el hombre entró en
un estado de aparente éxtasis, su semblante cambió por completo, aflojó sus
enormes garras de mis hombros y me dijo: sígueme. Fui tras él hasta el garaje,
abrió la puerta y a que no adivináis que moto tenía mi, desde entonces, querido
suegro, una Guzzi 850 GT California. Nos miramos, nos dimos un abrazo y sin
cortarse un pelo me preguntó a bocajarro:
- ¿Qué cojones pintas en esta moto con un casco
integral?
Tengo que reconocer que la pregunta me dejó
totalmente descolocado, hasta se me subieron los colores, o sea que me puse colloráu.
- Es por prescripción facultativa.
- Explícame eso chico -dijo levantando la ceja
izquierda.
Y aquí es donde empieza la historia de la piedra.
Más o menos un año antes de conocer a mi nueva
familia estuve jodido, jodido. Me salieron unas piedras en los riñones y tras
muchas pruebas y experimentos, llegué a pensar que me estaban utilizando como
cobaya de laboratorio, conseguí expulsarlas de forma natural y, como
imaginaréis, muy dolorosa. Al poco tiempo me volvieron a salir, mi médico no
daba crédito, no se explicaba el porqué se me acumulaba tanta arena en el
cuerpo.
En medio de esta mala experiencia y aprovechando
un buen momento en el que no me dolía nada me acerqué hasta la fiesta motera
del Charly a pasar el día. Al llegar a la zona de la fiesta una flamante y
enorme Electra estaba aparcando a la vez que yo. El tipo encuerado hasta las
cejas, me dio mala espina, tenía las botas nuevas y la moto estaba demasiado
limpia. Cuando quitamos el casco cruzamos nuestras miradas. ¡Joder! era mi
médico disfrazado de motero. Me miró de arriba abajo y disparó como si
estuviéramos en la consulta:
-
¿Hace
mucho que anda en moto?
-
¿Cuántos
kilómetros suele hacer?
-
¿Suele
ir por comarcales?
-
¿Siempre
utiliza calimeros?
-
¿Hace
mucho tiempo que tienes el tabique nasal torcido?
Después del interrogatorio, abrió la alforja, saco
el taco de recetas y escribió:
-
No
respira por la nariz. Operación del tabique nasal URGENTE.
-
Mientras
tanto y como medida preventiva, utilice siempre casco integral.
martes, 14 de mayo de 2013
Cazalla
Acto primero y único.
En el escenario tenemos un
bar de pueblo. La barra, de madera oscura muy gastada, a la izquierda. En la
parte de atrás, una vieja cafetera italiana, brillante, rodeada de botellas. A
la derecha tres mesas con parroquianos jugando cartas y dominó. En la pared del
fondo un póster del Sporting de Quini, Ciriaco, el Killer Herrera...
La puerta rechina, entra un cliente.
-¡Bonos díes pela mañana!
-¡Peeepe!!- saludan los jugadores sin levantar
la mirada del tapete.
-Bonos díes Pepe- dice el camarero.
-Hola Manolo- contesta el cliente- hoy vengo con
ganes d’un anís cazalla. ¿Tiéneslo?
-Paezme que si. Déxame mirar... Fadrá venti años
que nun me lo piden... A ver... Coño! tuvisti suerte. Tendré que pasa-y un poco el rodiellu, tien
más mierda que’l palu’n gallineru...
-¡Anda! Échame una copina.
El camarero coge una copa
de la estantería y la llena delante del
cliente mientras pregunta:
-Entós... ¿Cómo te dió güei por dexar el réxime?
-Calla, calla... Si te lo cuento nun me crees...
-Venga, ¡dispara ho! ¡que toi folgáu!
-Tuvi tola nueche suañando con un hestoria que
me pasó de guah.e cuandu fice la mili. Yera una fiesta renombrá, nun m’acuerdo
cual, y dexáronnos llibre el fin de semana, el “güiquen” como decía’l sarxentu.Yo
fize’l serviciu en Cáceres. Tábamos n’avientu o xineru y facía un fríu que nun
yera ni medio normal. Garramos una pensión al lláu la universidá, un catalán,
Joan, que yera más agarráu que les pesetes, un rapaz de L.león que se llamaba
Toribio, pastor dende nenu, el probe nun sabía lleer y un madrileñu que nun
m’acuerdo como se llamaba, nel cuartel tou cristo lu conocía como “el Xilgueru”
porque tenía la voz muy fina y taba tol día silbando. El
casu ye que como n’aquel pueblu nun había un alma y facía tantu fríu, mercamos
una garrafuca tres litros d’anis del Mono y fuimos a calecer al cuartu la
pensión. Tragu va, tragu vien el Xilgueru arrancó a cantar un tango, Toribio
sacó una xiblata que tenía, pequeñina, de güesu d’oveya y cuando nos dimos
cuenta teníamos una castaña coyonuda y berreábamos como rebecos. Entós picaron
a la puerta, ¡Cagón mi mantu! pensamos que yera la paisana la pensión que venía
a llamanos l’atención asina que callamos como afogáos y abrimos...
A esta altura de la narración ya no se oye
el repicar de las fichas de dominó sobre el mármol. Todos los clientes están
pendientes de Pepe, nunca le habían oído enhebrar tantas palabras seguidas.
Hace una pausa mientras lía un cigarrillo. Consciente de la atención que está
creando, se lo toma con bastante tranquilidad. Saca del bolsillo un viejo
encendedor de gasolina, enciende el pitillo, lo saborea con deleite y mirando
teatralmente la espesa voluta de humo continúa hablando:
-¿A que nun sabes lo que topamos? Seis moces
como seis soles. La primera, una roxuca de pelu rizosu que parecía la más lanzá,
llevaba dos garrafines como la nuestra, una en cada mano. Entre sorrises,
entrugáron-nos que si les dexábamos pasar, qu’elles tamién sabíen cantar. ¡Pa dientro!
Pusímonos a falar y a beber, cantamos alguna por lo baxino pa nun molestar y
cuando finamos los nueve llitros de la cazalla aquella que yera más fuerte que
la fabada de mio güela, entamamos a despelotanos. Nunca más volvimos a veles y enxamás
les escaecí y toi seguru que los mis collacios tampoco. Yo d’aquella solo había
tao con una muyer, con la fía’l molineru, ¡vaya hembra! una vez na más, cuando
vine de la mili ya tenía un rapacín pequeñu y había marcháo a vivir pa Aviles,
nun volví a vela. Nun sabía lo que yera una orxía. Aprendilo elli, en direuto.
Seis muyeres, tres paisanos y el xilgueru que nun paró de revolotiar en los dos
dies que tuvimos elli. Tan pronto picaba d’un sitiu como d’otru... Nun tengo
pallabres... El casu ye que, como te digo, tuvi tola nueche suañando con
aquello y ¿quiés creeme? ¡llevanteme empalmáu! ¿Sabes cuantu fai que nun se me
pon tiesa? Yo ni m’acuerdo y la mio Mariana tampoco, así que aprovechamos el
momentu y garramos una sudá coyonuda, y eso a los nuestros años nun tien preciu
que lo pague, ye como ganar al Barsa. Por eso merez la pena brindar por ello y
como nun podía ser d’otra miente, con anís cazalla. ¡¡Salú!!
Manolo coge la copa para brindar con Pepe,
pero antes de hacerlo, mira fijamente a los ojos del anciano y dice:
-¿En qué añu dices que fuiste a la mili?
Pepe, tu... ¿tu sabes que soi el únicu nietu del molineru?
miércoles, 27 de marzo de 2013
Lucy
Todo empezó con una inocente, eso creía
yo, invitación a merendar. Habíamos estado recogiendo setas por el pinar del
río. Estaba preciosa con el pañuelo en la cabeza y aquel vestido de flores de
otoño y la cestita de mimbre. Yo no tenía ni idea de micología así que me deje
asesorar. Esta si, esta no, un roce de manos, un susurro agachados contemplando
las lunares blancas de la muscaria, la brisa... Entonces sospeché que
aquello era el amor o al menos algo parecido.
Cuando llegué a su casa, me había
asegurado que sus padres no volverían hasta tarde, me estaba esperando con una
cerveza en la mano y una mirada reservada que no pude descifrar. Tuve que
entrar por la puerta verde del jardín porque yo, solo yo, tenía más miedo que
un bombón al sol.
La mesa estaba dispuesta, la loza de los
domingos y los cubiertos de plata del ajuar de su madre y en el centro una hermosa
tortilla y una botella de vino abierta. Creo recordar que la tortilla estaba
algo sosa y tenía un sabor terroso pero yo, ensimismado como estaba en aquella
mirada, no dije ni mu y hasta repetí. Fue después del café y fumando por
primera vez en mi vida un cigarrillo especial cuando de la pared del comedor
empezó a despegarse el papel pintado, flotaba como una bandera al viento,
ondulante...
En un momento la habitación se lleno de
seres sonrientes, seres desconocidos desbordantes de un optimismo abrasador, mi
chica me cogía la mano y gesticulaba y movía mucho los labios y yo la veía en el cielo rodeada de diamantes.
Morrison asomado al balcón de una posada y Joe, con la pistola en la mano, huyendo de la justicia montado
en un unicornio del color del arcoíris mientras la policía intentaba
bloquearlo con guitarras llameantes. Las
cascadas de chocolate de la factoría de Charlie sabían a vino y mi chica se
reía en aquel despiporre y me besaba y yo la acariciaba y apareció Barbarella
con un traje muy ceñido de astronauta y se unió a nosotros.
Fue el inicio de mi era Acuarius.
Machete y Cohiba
Veintisiete horas de viaje, cinco más de
esperas, cuatro transbordos para evitar dejar pistas y eso que la última vez,
en Barcelona, dije que sería la última.
Por fin llego a mi destino. Un taxi añejo
como el ron y ligeramente descuajeringado como el entorno, me traslada hasta el
hotel Havana y este me traslada a su vez
a una época anterior con aroma colonial. Primero me fijo en sus grandes ojos
negros, después en el cartelito con su nombre prendado a al camisa, Odalys. La sonrisa
de tonto no impide que suba en el ascensor canturreando una canción de Duncan
Dhu. Hay que disfrutar de las cosas buenas de la vida pero lo primero es lo
primero. Cierro el pestillo de la puerta, hago un exhaustivo reconocimiento en
busca de cámaras o micrófonos. Del maletín de piel de cocodrilo extraigo un
diminuto inhibidor de onda con forma de reloj despertador que coloco encima de
la mesita, y los últimos juguetes de mis amigos chechenos, una insignia con la
tau templaria que colocada en el ojal de la chaqueta hace que salga borroso en
cualquier grabación o fotografía y haciendo juego un Zippo que además de dar
una olorosa lumbre lleva incorporada una cámara digital de 20 megapixels que no
se deja interferir por el pin. Coloco el resto de mi equipaje en un armario que
podría ser perfectamente la puerta a la Narnia del caribe. En estos asuntos
toda precaución es poca.
Dispongo de unas horas antes de ir al
grano a si que salgo al llameante exterior y mis pies se dirigen sin orden
alguna hacia el malecón. Por muchas veces que venga a estos lugares, jamás me
acostumbraré al binomio temperatura alta/ humedad desbocada.
Muchos recuerdos de juventud durmientes se agolpan para salir, pero
pudiendo disfrutar el presente, no merece la pena dejarlos, tengo que deleitarme
con la “Bucanero” que enfría mi mano derecha
y el Cohiba que calienta mi mano izquierda. A mi alrededor todos los
turistas se atiborran de mojitos y daiquiris a pesar de la hora tempranera. Es
una actitud que no comparto ni entiendo, si en tu pueblo jamás se te ocurriría
beber ron por la mañana ¿porqué aquí sí?
Me relajo y salgo al mercadillo, en un momento consigo el machete de los
guajiros, la guayabera con ojal y el panamá. Ya tengo el equipo completo. Otra
bucanero en la silla de Hemingway de nuevo rodeado de mojitos mañaneros y otra
más antes de comer contemplando los ojos de Odalys. Ya tengo localizado el
objetivo, un antro en pleno centro del barrio viejo. Parece mentira que a pesar
de la fama mundial que tienen con su receta, a pesar de los miles de turistas
que los visitan al año, no hayan ampliado
o al menos mejorado el local. Recuerdo perfectamente la primera vez que
una muchacha cubana color toffee me llevó a conocer al compay Andrés. Entré en
su bar con la guitarra en una mano y en la otra una manzana. Cantamos y
compartimos la manzana debajo de un cuadro de “San Ché”. Yo que por aquel
entonces creía que iba a ser músico, estaba en una nube de azúcar moreno.
Después de “matusalearnos” sin piedad toda la noche, Andrés nos hizo el mejor
daiquiri de plátano que había probado jamás, Bebo Valdés apareció por la puerta
con Compay Segundo y detrás toda la Vieja Trova Santiaguera. Imposible la
existencia de tanta felicidad junta. Cuando desperté ya bien avanzada la tarde,
con la mente abotargada y la baba espesa pensé que todo había sido un sueño.
Ella, el mejor caramelo de café con leche del mundo, me sacó de la duda. Era
cierto, habíamos compartido con los músicos más famosos de la isla una noche
llena de risas, de ron y de música y no tenía ni una solitaria foto que lo
demostrara.
El tiempo que compartí con aquella
descendiente de un niño de la guerra fue el más creativo de mi corta vida como
músico. Pero sin duda, mi obra maestra fue “Banana daiquiri”, una oda al
maravilloso coctel que nos hacía Andrés. Después de unos años un famoso
cantante catalán la hizo famosa en el mundo de habla hispana y al poco tiempo
un escocés en el anglosajón. Desde entonces cobro mis buenos emolumentos como
autor y dado mi despego innato a la vida social continuada, no volví a saber
nada de Andrés, ni de su bar, ni del daiquiri, ni tan siquiera de mi
caramelo... Hasta hace unos días.
Después de una siesta reparadora bajo un
mortecino ventilador de techo, me preparo para mi misión. Disimulo en mi
espalda el machete, coloco la tau en el ojal superior de la guayabera, guardo
el “camachero” en el bolsillo del pantalón, calo el panamá y antes de salir por
la puerta observo a un señor de pelo canoso mirándome en el espejo. A penas se nota
su pequeña joroba. Recorro las calles que me separan de mi objetivo con la
intranquilidad que siempre sufro ante un eventual fracaso y en un tris llego al
abarrotado bar de Andrés. En ningún momento pensé que pudiera seguir trabajando
allí ni tan siquiera que estuviera vivo. Pues bien, me equivoqué. Con muchas
arrugas más e igual de flaco, escoltado por dos hermosas valquirias, el negro
Andrés tira sin consuelo de su partagás. A pesar de mi poco apego a los
sentimentalismos noto que no puedo robar a un amigo. De esta manera doy por
encauzado mi trabajo al fracaso aunque aquello suponga una perdida total de mi
impoluta reputación. Será la primera vez que no realizo un encargo pero no me
importa, por muchas guitarras que tenga colgadas de la pared el cliente se quedará
sin la receta del mejor daiquiri de plátano del mundo.
Andrés me mira a los ojos e inmediatamente
gira hacia una vieja fotografía colgada en la pared en la que aparece un montón
de gente debajo de un cuadro de Don Ernesto. Vuelve a mirar y me hace un gesto
con la mano. Se acuerda de mí después de tanto tiempo. Me acerco y sin mudar el
semblante me ofrece un largo cigarro que acepto. Al tocar con mis dedos el
Zippo me remuerde la conciencia y disimuladamente lo dejo caer al suelo para
evitar tentaciones. Aparta a las rubias con una mirada y nos fundimos en un
abrazo. Es bonito sentirse querido a pesar de todo. Hablamos y bebemos,
hablamos y comemos, hablamos y fumamos y bebemos otra vez pero yo no me atrevo
a decirle la verdadera causa de mi visita. Se la digo y la sonrisa que aflora
en su cara es totalmente sincera, se ríe, se ríe y yo me contagio y me río y
los dos nos reímos hasta que nos duelen las quijadas. Cuando nos tranquilizamos
un poco Andrés me dice que mi reputación va a quedar impoluta. El secreto de su
famoso daiquiri no es otro que mi canción. Sin ella sería uno más, de hecho la
receta la sacaron de un libro publicado antes de la revolución que se titulaba
“Los 50 mejores cóteles con ron”. Tengo permiso para vender la receta, cobrar
mi buena soldada y mantener tranquila mi alma.
Ensimismado en el propicio desenlace noto
un revuelo a mí alrededor. Por el rabillo del ojo veo que me rodean. Valdés y
los supervivientes de la vieja trova santiaguera. Los ojos se me llenan de
lágrimas, me asombro de nuevo, hace muchos años que no lloro.
Abrazos y risas y recuerdos solo
buenos. Mucho ron a la salud del Compay Segundo y muchas fotos para el
recuerdo. Esta vez puedo demostrarlo.
Se acaba la noche, llega el alba y lo
único que me faltaba para redondear un día mágico está esperándome en el hall
del hotel. Odalys y sus hermosos tobillos. Subimos a la habitación y entre
arrumacos me pregunta si el pin que traigo en la chaqueta significa algo.
Maldigo para mis adentros y le respondo que si, es un borrarecuerdos.
jueves, 10 de enero de 2013
C'est la vie
Los números primos se deshacen
los pequeños altavoces del director
desgranan mi nombre con tono aséptico
adiós a los cristales empañados.
En el coche de las porteras
el camino, perturbado
por algo intangible,
resulta oprimente y húmedo.
Los muebles, apilados
en las esquinas,
abriendo paso en el centro
a la caja alargada.
Una polilla danza
al son de las luces de vigilia
y dibuja en el aire
un futuro incierto.
Mi primavera número catorce
no olerá a rosquillas,
no tendrá los días radiantes,
ni las noches cálidas,
ni la sonrisa cándida,
ni sabor a vainilla,
ni el tacto dócil,
ni palabras plácidas.
The passenger
Treinta y siete almas
llevando un tren del punto “A” al punto “B”
los altavoces del andén
escupen mi nombre
tono metálico
el pasajero con destino incierto
embarque por anden trece.
Un viaje apretado y humedo
una sala despejada
una caja larga
y una polilla polvorienta
merodeando entre las luces de vigilia.
El olor del anís
se expande
no hay dolor
solo letargo.
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