miércoles, 19 de septiembre de 2012

Los soportales

El jilguero de máscara roja trinaba en la jaula. La sombra de los barrotes mecida por la brisa del atardecer, reflejaba un extraño efecto en la pared del soportal. En verano, el tío Gervasio siempre sacaba por las tardes a su querido pajarito. Los niños del barrio le silbaban y le hacían gansadas de la que iban a comprar gominolas o flashes helados. Otra fuente de ingresos importante para el kiosco eran las pipas. Las había con sal, sin sal y de calabaza. Nada de las guarrerías que hay ahora, barbacoa, tex mex, sabores de la India… La vida era entonces mucho más sencilla. El bonito en lata podía ser en aceite o en escabeche. Hoy puede ser en aceite vegetal, de oliva, de oliva virgen, al natural, marroquí, chileno e incluso chino. Dicen que también lo hay nacional.
En los soportales había varios negocios, el kiosco de Tiquio donde igual comprabas una cuerda de saltar, un periódico con su gordo dominical, una palmera o una cajetilla de Craven A. Pegada estaba la mercería de doña Rosa que decoraba el pequeño escaparate con enormes sujetadores y fajas de color carne. También pantys de lycra y un cartel que informaba con letra cuidadosa: “Se cogen puntos”. Doña Rosa era una señora muy gorda que siempre olía a vainilla y se decía que era amante de don Pancracio, el cura de la parroquia de las gaviotas.
Seguido a la mercería estaba el portal número diecinueve y a continuación el negocio del tío Gervasio. Una estrecha, oscura y larga librería de lo viejo. En primavera siempre corría con un periódico doblado detrás de las pequeñas polillas voladoras. Casi nunca acertaba por eso todos los libros estaban llenos de autopistas al infierno. El tío Gervasio en realidad no tenía sobrinos de sangre pero todos los niños y niñas le llamábamos tío G. Vender no vendía mucho pero se pasaba las tardes leyendo cuentos sentado en un pequeño taburete rodeado por un enjambre de juventud que escuchaba y soñaba con dragones, espadas, bosques encantados, viajes a la luna o al centro de la tierra, enormes ballenas y leones del África. Como buen republicano huía siempre de princesas y reinos encantados. En la tele solo había dos canales y el UHF se veía fatal. Los niños vivíamos en la calle, nos manchábamos las manos y rompíamos los pantalones. Jugábamos con nuestros amigos, nos pegábamos con ellos y luego nos abrazábamos. Contacto físico directo. El wassup vino luego. Todos éramos ávidos escuchadores del tío G.
Siguiendo el soportal en dirección a la playa, había una tienda de aperos de pesca. Cañas de bambú de tres tramos, carretes ruidosos, sedales, anzuelos enormes y hasta redes. El dueño era un señor con muy malas pulgas. Tenía una pierna de madera como la de John Silver el largo y una sirena tatuada en el brazo izquierdo. Decían que la pierna se la había arrancado de un bocado un tiburón blanco en los mares del sur y que lo salvó de morir una sirena pelirroja con las tetas muy grandes. La del tatuaje. No se reía jamás.
Y detrás de los arpones el negocio estrella, la sala de juegos. Futbolines con jugadores de hierro en los que no se valía arrastrar. Los petacos modernos de a duro la partida y los viejos, un duro dos partidas. No tenían ni setas. La de baloncesto era la reina. También estaba la máquina de bolos en la que bajaba el duro rodando y dependiendo del bolo que tirara podían tocar hasta cien pesetas. La primera tragaperras para niños que no produjo ludopatía alguna. La escopeta de los patos fija en un eje disparando a un espejo y la que más ruido hacía, la de discos. Nadie sabía como se llamaba el jefe, era simplemente “Jefe”. Vendía cigarrillos sueltos y si le caías bién hasta de daba un fortuna de vez en cuando.
Pasado el portal veintiuno  estaba el SPAR donde guardaban las galletas de maría en unas latas cuadradas y vendían escobas de palo rosa que barrían solas. La señora rubia de la caja escondía los billetes verdes debajo de los cajetines de las monedas y nunca estaba despeinada. Su marido despachaba los melocotones en bolsas de papel y las cerraba con orejitas. El día de su cumpleaños nos invitaba a todos a merendar bocadillos de foie gras con Kas-Kola.
Y acabando los soportales haciendo esquina estaba la bodega de Alejandro, un señor de León que traía el vino de Rueda y de Valdevimbre en unos toneles enormes. Los abuelos estrellaban las fichas de domino contra el mármol. Los niños nos reíamos cuando cantaban el pito doble mientras los padres se emborrachaban al salir del astillero. Los domingos había mejillones y calamares fritos y Kas de naranja y patatas aceitosas y aceitunas y zapatos nuevos que apretaban y hacían daño.
De todo eso, hoy solo quedan los portales diecinueve y veintiuno y un disco bar caribeño en el que todos los fines de semana hay puñaladas.
Añoro al jilguero de máscara roja.


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