Este
sábado fue duro y este domingo se presenta lento. Mientras caliento un café
unos señores vestidos de colores se pasean en coches descapotables con pinta de
muy caros, saludando a diestro y siniestro o lo que es lo mismo, en todas direcciones.
Ahora todo el mundo entiende de alerones, neumáticos, derreeses y cosas por el
estilo. Salgo a beber unas botellas. Sidra que hay que escanciar como se
hizo toda la vida solo en Asturies. Los bares están llenos de prejubilados,
jubilados, niños y camareros. No hay trabajo, aquí nos compraron el futuro con
prejubilaciones y los que vienen detrás tendrán que arreglárselas como puedan.
La mina es un recuerdo. La calle está llena de perros, claro, somos de Mieres y
cantamos, pero yo no tengo perro, no lo podría encerrar en un piso aunque
ahora, como no hay hollín, podemos mantener las ventanas abiertas para que
respire y a la vez observar esta aldea global que nos engulle. En la prensa
hablan de la visita del príncipe y de la princesa y no puedo por menos que
contener unas lágrimas, más no son de emoción, son de pena y de rabia y de
pronto empieza a sonar una gaita. Ahora las gaitas afinan y tienen notas y me
entra un apetito feroz, y si, voy a comer fabada y encomendaré la digestión no
a la virgen de la cueva, sino a un par de gin tonics. Y mañana, vuelta a
empezar.
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