La Princesa
En
un reino muy lejano, hace mucho tiempo, vivía una hermosa princesa en un enorme
castillo custodiado por un batallón de dragones escupefuegos, trolls
comehombres y hadas madrinas de las malas malísimas. La razón de tal reclusión
fue que la pobre e inocente chica se había enamorado de un pastor y claro,
dentro de la realeza, no se puede permitir que una princesa se case con un
plebeyo no vaya a ser que salga drogadicto o estafador y arrastre en su caída a
todo el aparato monárquico del país.
En
estas estábamos cuando su majestad el rey, con el pretexto de ir a la guerra a
luchar contra el maligno invasor de las Germanias que estaba imponiendo su
voluntad y desprestigiando la propia soberanía del país, decidió darse un
respiro. Y no, no fue una chocolatina, que el pobre monarca, por gracia de
dios, agobiado por tanto trabajo se fue
a matar animales por el simple hecho de matar, de ver salir la sangre por el
boquete de la bala.
Pues
así como estaba de relajado, no se sabe muy bien si por el hecho de asesinar o
por la considerable cantidad de whisky que llevaba consumida, no apercibió la
enorme mole que le estaba dando sombra desde hacía un rato. Era tan grande como
una montaña y del agujero que tenía en el pecho manaba tanta sangre que al
pobre elefante le iba a ser imposible llegar al cementerio. De hecho no llegó,
se desplomó allí mismo aplastando todo lo que tenía debajo, incluido el padre
de la princesa cautiva.
La
noticia corrió como la pólvora, la monarquía se esfumó y, cosas del destino, el
pastor se convirtió en presidente y nada más aceptar el cargo tuvo el primer
dilema. Lo resolvió sin apenas pensar, la princesa se quedaría en el castillo prisionera,
no fuera que reclamara el trono...
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