Ojos verdes
Con una taza de chocolate calentando mis manos,
apoyado en el corredor y contemplando la levedad de esta lluvia tan fina, voy a
contaros la historia, ya tamizada por los años, de un joven que fue hasta el
borde mismo de la tierra para escapar de un sino cruel.
El Cantábrico rugía sin piedad y vomitaba
olas de espuma densa como sangre y blanca como nieve. El hombre se quedó varado
en la arena, absorta la mirada en el horizonte. Miraba la pequeña embarcación
que le salvaría la vida pero solo veía unos ojos verdes que le rogaban escapar.
Sentimientos enfrentados. Necesitaba cruzar la frontera si quería vivir, pero
no quería vivir sin Ella. Las lágrimas saladas se confundieron con el agua de
las olas pero en ningún momento perdieron su valor sentimental. El ruido de
todos los mares no hubiera podido mitigar aquel runrún en su cabeza. Fue lo
último que oyó.
Ni
siquiera notó el plomo penetrando en su cuerpo. La espuma se tornó roja. Solo
se acercaron para comprobar que estaba bien muerto y por si las moscas y
teniendo en cuenta que les sobraban balas, hacerle un par más de agujeritos.
El hombre de la barca consiguió escapar
gracias a la inoperancia de los asesinos que no tuvieron paciencia para esperar
que se acercara un poco más a la playa. Era mi abuelo. El me contó la historia
del hombre muerto y de los ojos verdes. El me explicó la suerte que tuvo el
hombre de quedar varado en la arena y no enterarse nunca de que tanto su mujer
como su hijo nonato ya hacía días que habían dejado de ser la luz de su faro.
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