sábado, 5 de mayo de 2012

Bourbón Elephant


No puedo acabar el desayuno. Cuando vuelva, el tocino estará frío, los huevos helados y las vitaminas del zumo muertas. No aguanto más. Solo pensar en el viaje ya es un dolor inmenso, recorrer el pasillo, de perfil, despacito. Los pinchazos en los pies son insoportables. Parece que las venitas hinchadas van a reventar y estucar de rojo la pared. Por fin llego. Un esfuerzo más, sentarme en la diminuta taza de porcelana reforzada. Sentarse es relativamente fácil. Evacuar es sencillo. Levantarse una odisea. Llegar con el papel, trabajoso. Mirar dentro, asombroso. Lo decía mi abuela “Así come el mulo, así caga el culo”. Suelto agua. Sube el nivel. No traga. Siento humedad en mis pies descalzos y asco en mi alma. Un esfuerzo supletorio, llegar a la escobilla y embestir procurando no salpicar, arremeter con decisión, empujar, insultar, atacar, blasfemar, quebrar el utensilio, desistir del empeño y llorar. Lloro por todo, de impotencia, de vergüenza. Mi loquero dice que me falta autoestima. Yo creo que estoy en una espiral sin retorno, como una rata girando dentro de la rueda eterna. Tengo que salir a la calle. No puedo dejar que la chica vea esto. Vestirme supone un esfuerzo enorme, calzarme es impensable. Salgo al rellano en zapatillas. Tiemblo pensando que el ascensor no aguante. Claustrofobia. El ascensor tiembla creyendo que no va a aguantar. Física. Tengo que hacer un verdadero pase de contorsionista para poder entrar y apretar el botón del bajo. Magia. La puerta de la calle me espera con dientes afilados, vértigos y sudores fríos. Agorafobia. Gente desaforada, fugaz, urgente. Sociofobia. Me decido y doy el paso, a pesar de todo, soy un hombre. Hace siglos que no siento el peso del cielo sobre mi cabeza. El bazar de Chus ahora es  un chino. Menos mal que la puerta es ancha. Una mujer oriental, diminuta, me mira con ojos desorbitados. Yo miro los estrechísimos pasillos abarrotados con pavor. Aspiro una gran bocanada de aire con olor a plástico, busco a Chus pero veo a la china. Que vergüenza. Necesito una escobilla. Nada. Una escobilla de inodoro. Silencio. Una escobilla de váter. Asombro. Es increíble la china, o no sabe ni jota de español o está como una tapia. Una es-co-bi-lla, lo pronuncio despacio, con pausas y bastante alto. Hago el ademán, arriba y abajo. Parece que va a llorar, le tiemblan las comisuras de los labios. Por primera vez en mucho tiempo encaro el problema. Media vuelta a la derecha, brazos en jarras y una determinación en la mirada que solo Eastwood puede conseguir. Orden. Empezaré por el pasillo de la izquierda. Me lanzo a la batalla, cuadernos, sopas de letras, bolígrafos, carpetas. Sigo avanzando, juguetes de plástico, muñecas, camiones, metralletas. Cambio de pasillo, paños de cocina, ropa interior, alfombras de ducha. Debería de estar por aquí. Telefonillos, jaboneras, destornilladores y alicates. Murphy se ríe de mi a mandíbula batiente. Marcos para fotografías, figuritas de porcelana, unos gatos horrorosos. Cambio de pasillo. Cada vez hace más calor. Por segundos sufro más peso, si cabe, sobre mis doloridos pies. Estoy notando esa sensación de velocidad que se ve en las películas, todo a mi alrededor se difumina. El peso que soporto es enorme, apenas me deja avanzar por el ya último pasillo. Cajas de cartón, cestitos de mimbre, laca de uñas y por fin en la última y más alejada esquina del local, mi recompensa. Dos modelos diferentes pero igual de interesantes. Una metálica lisa y sencilla, sin recovecos, muy interesante para que no queden resquicios de materia. Otra de una especie de metacrilato azul, muy moderna. Una en la derecha, otra en la izquierda y sopeso. Poco a poco voy saliendo del ensimismamiento en el que me había sumido a causa de la búsqueda y empiezo a notar, muy levemente, unos toquecitos en la pantorrilla a la vez que una voz que no identifico. Miro hacia el suelo, las gotas de sudor nublan mi vista. La china está agarrada a mis pantalones hechos a mano. Gesticula con cara de mala uva. Miro a mi alrededor y observo, no sin cierto asombro, que todas las estanterías están volcadas en el suelo. Los clientes enterrados entre objetos absurdos gritan y agitan las manos. La china también. Creo que voy a coger la metálica, es más versátil. Salto por encima de una mujer embarazada y observo, de paso, su mirada sobrecogida. Piso varias cestas, me corto en el talón del pie izquierdo con el amasijo de cristales de colores. Sacudo mi pierna para que se suelte la china, de hecho se suelta, pero no se levanta. Dejo tres monedas en el mostrador y al salir miro por última vez hacia atrás. Definitivamente voy a tener que plantearme en serio el tema de la grapa.

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